Hemos gozado de días con un cielo azul tan hermoso, que todo parece haber quedado atrás.
Los avatares de la vida me llevaron esta vez de regreso a la que fue mi primera colonia adoptiva, “la Juárez”, y a recorrer sus alrededores, desde el sitio, especialmente el Centro Histórico de nuestra querida Ciudad, zona de monumentos, Patrimonio de la Humanidad y “ombligo de la luna”. En verdad, esos azules, esos cielos, esa luminosidad, el aire frío que sopla, no sé, me recordó un poco a lo bueno de mi infancia, y a que algunas postales de la ciudad pueden ser desgarradoramente bellas.



La relación entre la Ciudad de México (hoy su Centro Histórico) y la hoy colonia Juárez es ya centenaria. Me atrevería a decir, si me es permitido, que al haber tenido orígenes en un no tan remoto pasado agrícola, cuando sus tierras pertenecían a porteros, ranchos y haciendas, con diversos nombres y divisiones, podemos remontarnos al virreinato, cuando casi toda esa “colonia” pertenecía a la Hacienda de la Teja, de los Condes de Guadalupe del Peñasco, y en cuyos campos de tiro practicaba cacería el emperador Maximiliano, según consta en fotografías.
Hoy, el paisaje urbano se encuentra completamente modificado, casi irreconocible. Es más, habrá que remontarse a 1910, apenas 107 años atrás para darse cuenta de que queda muy poco de lo que fue en ese momento.
El tiempo, los aconteceres históricos –en particular la Revolución que próximamente recordamos oficialmente-, el descuido, la incuria, el crecimiento acelerado de la Ciudad y el rápido desplazamiento de la clase económicamente más favorecida hacia nuevas y modernas zonas residenciales en el siglo XX dejaron a la colonia Juárez, en su momento “la joya de la corona”, en total abandono como si fuera testimonio de épocas que no había que recordar, prueba de un pasado estorboso, bochornoso y dictatorial. Tanto, que ninguna otra colonia que haya tenido orígenes o desarrollo importante durante el Porfirismo ha sido tan sistemáticamente arrasada, modificada, y olvidada.
Para muestra: hace unos años cuando me mudé a vivir a sus amplias y arboladas calles (cuyos nombres, en general evocan al Viejo Continente), la gente no la ubicaba. “¿Es el Centro?”, me preguntaban. “¡Ah!, es la colonia Roma”, escuchaba… “ya sé, vives en la Zona Rosa”… Nada era correcto. Lo que la gente casi no sabe es que la Zona Rosa es un nombre coloquial, que no existe como colonia, y que ese nombre –ahora tan vilipendiado- es el que tiene la sección de la colonia Juárez entre Insurgentes, Chapultepec, Reforma y Lieja, que fue la más bonita y exclusiva comercialmente hablando, todavía en época de mis papás, cuando “íbamos a ligar a la Zona Rosa”.
Hoy, bueno, ha cambiado.
Pero aún queda lo más antiguo de la Juárez, la “Vieja Juárez” que hoy se nos vende como “la Nueva Juárez”, en su sección comprendida entre Bucareli, Reforma, Chapultepec e Insurgentes.
Avenida Chapultepec tiene orígenes de calzada prehispánica (de nuevo, los ejes que definen, trazan, acomodan), Reforma fue concebido como Paseo Imperial, Bucareli como un paseo campestre virreinal (el “Paseo Nuevo”), en el orden neoclásico, con un pie en el barroco, que se quería dar a la mestiza Ciudad a finales del siglo XVIII.
Y pues Insurgentes, siempre fue eso, la Calzada de los Insurgentes, o en un tramo, del Ferrocarril del Distrito, una avenida, la más larga del mundo a decir de algunos, que de nuevo aglutina, comunica, se tapona como arteria y luego (casi nunca) se destapa y fluye.
Es por eso que yo creo que esa parte de la “vieja Juárez” quedó tan infranqueable. Sus elegantísimos palacetes se demolieron a diestra y siniestra. A nadie le importaba, nadie vio… “Tíralo, es viejo… ¡Eureka! Convirtamos el terreno en estacionamiento”. Por desgracia esta ideología permeó y destruyó mucho de las colonias periféricas al Centro Histórico en la segunda mitad del siglo XX: la San Rafael, la Santa María, la Roma, la Condesa, la Cuauhtémoc; ninguna se salvó de la picota.
Hoy, regreso a un barrio animado, bonito, limpio e iluminado, que si bien, resintió en algunas de sus construcciones los embates de los pasados sismos, en términos generales luce alegre, efervescente y lleno de actividad. Quedaron atrás las calles oscuras, sucias, abandonadas en manos de los dueños de tiendas de autopartes, que siguen existiendo en demasía, en mi parecer, pero que quizá justifican su existencia (algunos) gracias a que roban por la zona los mismos productos que luego venden al que fue robado. Para no caer en clichés, diré algo que me consta: recientemente una tienda de autopartes se transformó en una tienda de waffles holandeses. Y eso me hace feliz. No diré más.
A finales del XIX, cuando esa era la colonia “Bucareli o Limantour” y luego “Americana”, la gente “colonizaba” antiguas zonas ganadas al lago para huir de los calores, del hacinamiento y de la vetusta arquitectura colonial del Centro, y la Juárez era todo “salubridad, modernidad progreso, beneficio”, “residencia de fortunas”, “un cachito arrancado a las mejores zonas residenciales de Viena o Bruselas trasladadas a América por algún poder sobrenatural”, una zona “sin estilo arquitectónico como tal, pero en cuyo paisaje dominaban miradores, torreones y grandes palacios con soberbios jardines”.
Bueno, hoy, ya tampoco es así, ¡pero vayan! Vean en qué se ha convertido, su nueva oferta habitacional, sus tiendas; se comen buenas pizzas, hay buen pan, buen café (sobre todo en la calle del Havre), hay buenas peluquerías, algunos palacetes porfirianos que dejan a más de uno con la boca abierta (la verdad, y que me perdone la Roma, como ni siquiera los tuvo la Roma; los “ricos de verdad” vivían en la Juárez, en el Paseo de la Reforma y tenían sus casas de campo en Tacubaya. Punto). Hoy, ya no… Y “es una zona de alta sismicidad”, me advierten, ¡pero ni loco me regreso a vivir a Santa Fe”.
Deja un comentario