Lo que el viento no se llevó

Hola a todos los amables lectores. Muy feliz año, que los Reyes les hayan traído todo lo que pidieron, y que todos empecemos a perder la línea curva que a muchos nos define después de las francachelas decembrinas, que sea un año de poco tráfico, sin contingencias ambientales, mucha seguridad, cielos azules y patrimonio rescatado.

No me fue posible en diciembre estar con ustedes por las múltiples ocupaciones oficinistas y sociales que demandaban mi presencia de manera inaplazable, pero ya empiezo el año con el pie derecho.

En mi columna de octubre hablaba de algunos aspectos a retomarse en dos de las colonias consentidas de los capitalinos y que más se vieron afectadas en los sismos de septiembre pasado: la Roma y la Condesa… Y pues nada, ya ven que a veces uno necesita estar solo y pensar cosas trascendentes –o que al menos uno cree que lo son-. Ni tardo ni perezoso hice lo que siempre he creído que es lo que uno debe hacer en esos casos: caminar, aunque en realidad lo hago menos de lo que me gustaría: fui a dar un largo paseo andando por las colonias Juárez, Roma y Cuauhtémoc (no pude llegar a mi querida Condesa).


Don Porfirio dejó un importante aire europeo y afrancesado a la ciudad.

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Y en gran medida es por lo que se distinguen esas colonias. ¡Qué bárbaro! Es que ni la Revolución, ni la falta de memoria, ni la falta de aprecio, ni la falta de identidad, ni la falta de mantenimiento, ni la falta de autoridad, ni el exceso de triquiñuelas han podido borrar del todo la materialidad de esa esa hermosa realidad, la de un sueño de paz, orden y progreso que se perseguía a principios del siglo XX y se cristalizó en opulentas mansiones, teatros, bien diseñados parques, yeserías de azúcar y un sinfín de manifestaciones artísticas relevante. Claro, mientras esto pasaba, el fuego se incubaba bajo las cenizas, pero esa, es otra historia… El punto es que necesitaba llenar mis sentidos con cosas bonitas, porque claro está, eso siempre ayuda a tomar mejores decisiones.

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Arranqué de Berlín y en pocos pasos llegué al puerto de Marsella. De ahí doblé en Niza para estar en un abrir y cerrar de ojos en otro continente: ya estaba en México, en Orizaba, para ser exacto, y olía a café, continué hasta Río de Janeiro y su ambiente festivo me remontó a su festival. Saliendo de ahí fui trasladado por un poder sobrenatural de nuevo a México, a Tabasco, y ni su humedad asfixiante detuvo mi paso acelerado pero vigilante por sus bellas fachas, hasta llegar a Tonalá. Me dirigí al sur para encontrarme con un ancho Álvaro Obregón y sin darme cuenta de nuevo estaba en Río de Janeiro, donde me senté, ¡ah! a tomar un café que había comprado obvio en Orizaba mientras veía la vida dominical pasar. Pasé por Puebla, recuerdo, y de ahí crucé un pequeño puente  y estaba de nuevo en Europa, en una fantasía que en ocasiones cuesta trabajo recrear, pasando por Londres y el frío Dinamarca, lleno de castillitos que el viento sí se llevó por desgracia. De pronto, un boulevard imperial, y cruzándolo, casi me ahogo entre ríos, aunque mis superpoderes de navegante citadino me sacaron a flote. Ahí la geografía era confusa. Lo mismo podía estar en Rhin, que en el Sena o en el Guadiana. Regresé por Roma y Milán, me detuve, ya tenía hambre.

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¡Qué hermosa es esa ciudad porfiriana, esa ciudad que el viento no se llevó!

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